La Catedral del Mar by Ildefonso Falcones
autor:Ildefonso Falcones
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: GusiX
ISBN: 9788425340031
editor: Grijalbo
publicado: 2006-01-01T05:00:00+00:00
15 de agosto de 1343
Misa solemne de campaña
El ejército entero, concentrado en la playa, rendía culto a la Virgen de la Mar. Pedro III había cedido a las presiones del Santo Padre y pactado una tregua con Jaime de Mallorca. El rumor corrió entre el ejército. Arnau no escuchaba al sacerdote; pocos lo hacían, la mayoría tenía el rostro contrito. La Virgen no consolaba a Arnau. Había matado. Había talado árboles. Había arrasado viñas y campos de cultivo ante los asustados ojos de los campesinos y de sus hijos. Había destruido villas enteras y con ellas los hogares de gentes de bien. El rey Jaime había conseguido su tregua y el rey Pedro había cedido. Arnau recordó las arengas de Santa María de la Mar: «¡Cataluña os necesita! ¡El rey Pedro os necesita! ¡Partid a la guerra!». ¿Qué guerra? Sólo habían sido matanzas. Escaramuzas en las que los únicos que perdieron fueron las gentes humildes, los soldados leales... y los niños, que pasarían hambre el próximo invierno por falta de grano. ¿Qué guerra? ¿La que habían librado obispos y cardenales, correveidiles de reyes arteros? El sacerdote proseguía con su homilía pero Arnau no escuchaba sus palabras. ¿Para qué había tenido que matar? ¿De qué servían sus muertos?
La misa finalizó. Los soldados se disolvieron formando pequeños grupos.
—¿Y el botín prometido?
—Perpiñán es rica, muy rica —oyó Arnau.
—¿Cómo pagará el rey a sus soldados si ya antes no podía hacerlo?
Arnau deambulaba entre los grupos de soldados. ¿Qué le importaba a él el botín? Era la mirada de los niños lo que le importaba; la de aquel pequeño que, agarrado a la mano de su hermana, presenció cómo Arnau y un grupo de soldados arrasaban su huerto y esparcían el grano que debía sustentarles durante el invierno. ¿Por qué?, le preguntaron sus ojos inocentes. ¿Qué mal os hemos hecho nosotros? Probablemente los niños fueran los encargados del huerto, y permanecieron allí, con las lágrimas cayendo por sus mejillas, hasta que el gran ejército catalán terminó de destruir sus escasas posesiones. Cuando terminaron, Arnau ni siquiera fue capaz de volver la mirada hacia ellos.
El ejército regresaba a casa. Las columnas de soldados se diseminaban por los caminos de Cataluña, acompañadas por tahúres, prostitutas y comerciantes, desencantados por los beneficios que no llegarían.
Barcelona se acercaba. Las diferentes hostsdel principado se desviaban hacia sus lugares de origen; otras atravesarían la ciudad condal. Arnau notó que sus compañeros avivaban el paso, igual que él mismo había hecho. Aparecieron algunas sonrisas en los rostros de los soldados. Volvían a casa. El rostro de Maria se le apareció en el camino. «Todo arreglado —le habían dicho—,Aledis no volverá a molestarte.» Era lo único que deseaba, lo único de lo que había huido.
El rostro de Maria empezó a sonreírle.
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